Al hablar de Derecho de la competencia, comúnmente se le suele asociar con el régimen de competencia desleal, sin percatarse del muy importante régimen de la libre competencia. Veamos sus diferencias.
Para empezar, es necesario aclarar que ambos regímenes jurídicos parten de presupuestos diferentes, pues tienen como finalidad proteger derechos diferentes. Por una parte, la competencia desleal, a través de la Ley 256 de 1996 y la Decisión Andina 486 del 2000, busca inicialmente, a través de una prohibición general, que aquellas personas naturales o jurídicas que concurran al mercado a competir a través de los bienes o servicios que cada uno produzca o distribuya, lo haga en estricta observancia de la buena fe comercial, las sanas costumbres mercantiles y los usos honestos en material industrial o comercial.
La buena fe comercial puede entenderse como «la convicción, predicada de quien interviene en el mercado, de estar actuando honestamente, con honradez y lealtad en el desarrollo y cumplimiento de los negocios, o como la práctica que se ajusta a los mandatos de honestidad, confianza, honorabilidad, lealtad y sinceridad que rige a los comerciantes en sus actuaciones, que les permite obrar con la conciencia de no perjudicar a otra persona ni defraudar la Ley, e implica ajustar totalmente la conducta a las pautas del ordenamiento jurídico«[1]
La competencia desleal, entonces, protege derechos subjetivos de carácter individual, en el entendido de que el sujeto que sea victima de una conducta de este tipo, a pesar de haber concurrido a competir al mercado con sus productos, habrá sido agravado por un competidor de forma deshonesta e inobservando las sanas costumbres mercantiles y la buena fe comercial.
Para determinar si una conducta constituye o no competencia desleal, debe partirse que esta debe estar encaminada a promover o asegurar la difusión en el mercado de los bienes o servicios propios o ajenos y, en todo caso, para conseguir dicho fin, se deben contrariar los postulados generales recién descritos.
A partir de la prohibición general, la norma desarrolla conductas específicas de competencia desleal como actos de desviación de clientela, de desorganización, de confusión, de engaño, de descrédito, de comparación, de imitación, de explotación de la reputación ajena, violación de secretos, e inducción a la ruptura contractual, entre otros. Cada una de las conductas anteriores cuenta con supuestos diferentes de configuración, aunque siempre podrán ser cobijados dentro del supuesto general. La doctrina de la Superintendencia de Industria y Comercio ha determinado que la prohibición general solo será procedente en tanto no se pueda adecuar la conducta demandada a una de las conductas especificas enumeradas.
Cuando se presenta este tipo de conductas, la victima deberá presentar una acción dirigida en contra del autor de aquella, para ser ventilada ante la Superintendencia de Industria y Comercio en funciones jurisdiccionales, pero el impulso del proceso, en todo caso, siempre será una carga del interesado, quien será un verdadero demandante. El demandante, entonces, podrá solicitar que se cese y se desista la conducta, además de que se indemnicen los posibles perjuicios económicos causados, siempre y cuando se logren probar.
Por otra parte, se tiene el régimen de conductas contrarias a la libre competencia, en las cuales se busca proteger valores superiores diferentes, de carácter colectivo. En este caso, no es que existan conductas de sujetos que acudan al mercado para competir, y que al hacerlo se desvíen de los postulados de la buena fe comercial y las sanas costumbres mercantiles; es todo lo contrario, es que hay sujetos que despliegan conductas que, en general, tienden a limitar o a suprimir la libre competencia, derecho catalogado como de carácter constitucional por la Constitución nacional, el cual, por supuesto, otorga derechos y garantías, pero también impone responsabilidades.
En este sentido, la libre competencia será la facultad de cualquier empresario de encaminar sus esfuerzos y recursos a conquistar un mercado determinado, en un marco de igualdad de condiciones. Así, el derecho comprende tres dimensiones: concurrir al mercado de forma efectiva, poder ofrecer las condiciones y ventajas comerciales que se estimen oportunas, y la posibilidad de contratar con cualquier consumidor o usuario. Este derecho se erige también como una garantía de la que se benefician los consumidores, quienes acuden al mercado para obtener las mejores condiciones en términos de precio y calidad de los bienes y servicios, condición que se asegura solo si existe una pluralidad de oferentes.[2]
El régimen general de la libre competencia está contenido en diferentes normas. Primero, una cláusula general contenida en el articulo 1 de la Ley 155 del 1959, que prescribe la prohibición general para desarrollar acuerdos en cualquier modalidad, además de prácticas, procedimientos o sistemas enderezados a limitar la producción o distribución de materias primas, productos o servicios, y, además, que busquen establecer precios inequitativos. Si la conducta investigada no puede encausarse en alguno de estos dos supuestos, el artículo primero también prohíbe en general cualquier conducta, desarrollada unilateral o bilateralmente, que busque limitar o suprimir la libre competencia en términos generales.
Prosiguiendo con el régimen general, nos encontramos con el Decreto 2153 de 1992, inicialmente expedido para establecer la estructura de la Superintendencia de Industria y Comercio, pero en la cual se incorporaron 3 modalidades de conductas que, una vez probadas su existencia, constituirán conductas contrarias a la libre competencia. Nos referimos a tres modalidades de conductas, a saber: actos y acuerdos contrarios a la libre competencia, además del conocido abuso de posición dominante.
Los acuerdos contrarios a la libre competencia están enumerados en el articulo 47 de la norma mencionada, y, sin embargo, esta enumeración no tiene como fin agotar todos los posibles acuerdos que se pueden dar en la práctica. La enumeración es meramente enunciativa, esto es, podrán ser identificados acuerdos no contenidos de forma expresa en la norma y que, sin embargo, sean contrarios a la libre competencia. Pueden hallarse, entre otros, acuerdos ilícitos que busquen o tengan como efecto la fijación de precios (el más indeseable de los acuerdos anticompetitivos si se realiza de forma horizontal), la repartición de mercados entre productores o distribuidores, subordinación del suministro de un producto a la aceptación de obligaciones adicionales que no eran parte inicial del negocio propuesto (las llamadas ventas atadas) y los que impidan el acceso de terceros a los mercados o canales de comercialización.
Como puede verse, estos acuerdos no deben de llevarse a efecto por sus participantes para ser objeto de sanción, pues la norma decreta que la conducta será ilícita por objeto o como efecto. En otros términos, será solo suficiente que los participes convengan respecto a los términos del acuerdo ilegal sin que sea necesario que este se empiece a ejecutar, menos a tener efectos en el mercado.
Por su parte, al hablar de actos anticompetitivos, estos pueden ser hallados en el artículo 48 del Decreto 2153. Estos actos, a diferencia de los acuerdos, sí estarán limitados a los enumerados en la norma, a saber: infringir las normas de publicidad contenidas en el estatuto de protección del consumidor, influenciar a una empresa para que incremente los precios de sus productos o servicios o para que desista de su intención de rebajar los precios, y negarse a vender o prestar servicios a una empresa o discriminar en contra de la misma cuando ello pueda entenderse como una retaliación a su política de precios.
Como puede observarse, los actos tienen carácter unilateral, son desarrollados por un solo sujeto que concurre al mercado. En cuanto al acto relacionado a la infracción de las normas de publicidad, la Superintendencia ha sostenido, no sin controversia, que para que se configure la conducta deberá además probarse un efecto anticompetitivo en el mercado, exigiendo una idoneidad en el acto para producir resultados en el mercado contrarios a la libre competencia.[3] Similar reflexión ha realizado la autoridad respecto del segundo acto señalado.
El otro acto anticompetitivo, el abuso de posición dominante, tendrá un carácter diferente a las dos conductas recién esbozadas. En efecto, la posición dominante no es ilícita en Colombia, pues esta solo puede implicar que un sujeto ha desplegado esfuerzos y recursos de forma que ha consolidado una posición estratégica en un determinado mercado, lo que, dentro de una economía social de mercado, no puede ser desincentivada de plano, pues iría en desmedro de eficiencias económicas de que otra forma no se alcanzarían.
En este entendido, la posición de dominio podrá ser detentada por una empresa u organización empresarial y se entenderá que ocurre cuando aquella “dispone de un poder o fuerza económica que le permite individualmente determinar eficazmente las condiciones del mercado, en relación con los precios, las cantidades, las prestaciones complementarias, etc., sin consideración a la acción de otros empresarios o consumidores del mismo bien o servicio. Este poder económico reviste la virtualidad de influenciar notablemente el comportamiento y las decisiones de otras empresas, y eventualmente, de resolver su participación o exclusión en un determinado mercado”.[4]
Es palpable que, a pesar de que la posición de dominio no es ilícita en Colombia, sí impone una mayor carga de responsabilidad respecto a los actos ejecutados en el mercado por parte de empresas que detentan esta importante calidad. Así, las conductas que constituyen abuso de posición de dominio podrán subdividirse en conductas de explotación o de exclusión; las primeras, dirigidas en contra del consumidor, se entenderán concretadas cuando el sujeto investigado se apropie de parte de la renta de sus clientes, es decir, desplegando conductas para aumentar precios desproporcionada e injustificadamente, reducir la calidad o variedad de los productos o servicios o discriminar clientes sin que existan justificaciones objetivas.
Además, el segundo tipo, conductas dirigidas en contra de otros competidores, se entenderán consumadas cuando se limite la competencia de terceros obligándolos a abandonar el mercado, impedir u obstruir su acceso o forzándolos a ejercer una competencia débil o a no expandirse.[5]
A diferencia de lo descrito, tratándose de competencia desleal, para el caso de actos restrictivos de la competencia, la Superintendencia de Industria y Comercio, en funciones administrativas, tendrá la responsabilidad de adelantar e impulsar las investigaciones respecto a las conductas recién analizadas. En este caso no será una demanda el acto que dé inicio al trámite correspondiente, sino que la autoridad de oficio puede proceder a investigar cuando así lo encuentre pertinente.
De esta forma, la competencia, esto es, la facultad para conocer de las investigaciones por conductas anticompetitivas, será casi exclusivamente de la Superintendencia de Industria y Comercio, facultad otorgada casi privativamente por la Ley 1340 del 2009.
El fin de este trámite administrativo será el de, una vez acreditada la existencia de la conducta anticompetitiva, imponer sanciones pecuniarias que pueden ascender a cuantías importantes. Con ocasión de la expedición de la Ley 2195 de 2022, las sanciones corresponderán al mayor de los valores entre los ingresos operacionales o el patrimonio del infractor en el año fiscal inmediatamente anterior, en cuyo caso la multa no sobrepasará el 20% de dicho valor; o, de otra forma, si es superior, un monto equivalente a 100.000 salarios mínimos legales mensuales vigentes. La autoridad aplica diferentes criterios contenidos en la norma para efectos de graduar la multa.
La investigación podrá adelantarse en contra de persona natural y jurídica, pues el único criterio orientador será que sea agente del mercado, es decir, que desarrolle una actividad económica y afecte o pueda afectar ese desarrollo. En este sentido, las definiciones contenidas en el Decreto 253 del 2022 son de extrema utilidad, de ahí que permiten distinguir entre instigador o promotor, el cual será el que mediante coacción o grave amenaza induzca a otra u otras a iniciar o hacer parte de una conducta anticompetitiva, y, además, el facilitador, que será la persona que colabore, autorice, promueva, impulse, ejecute o tolere conductas contrarias a la libre competencia.
[1] Superintendencia de Industria y Comercio. Sentencias No. 4 y 20 de 2009 y No. 1 y 14 de 2010.
[2] Sentencia C-909 de 2012 M.P. Nilson Pinilla Pinilla
[3] Superintendencia de Industria y Comercio. Resolución número 4839 del 2013.
[4] Corte Constitucional, Sentencia C-616 de 2001.
[5] Superintendencia de Industria y Comercio. Resolución número 53403 de 2013.
Ándres Ogonaga. – ABOGADO CONSULTOR AZC